PABLO FIERRO, ARTISTA VISUAL 

El señor del pasado y su museo.

Pablo Fierro Iturra es oriundo de Temuco; allí nació el 12 de julio del 64. Tras la separación de sus padres, emigró junto a su madre y hermanas a Puerto Montt el año 1980. Ingresó al Liceo de Hombres Manuel Montt a cursar cuarto año medio. Por aquel entonces, y con 16 años, toda su motivación la volcó al básquetbol, deporte en el que destacó apenas llegó a su nueva ciudad. En esos años, los partidos entre su liceo y el Colegio San Javier eran verdaderos clásicos estudiantiles. Pero él sólo quería jugar. A tal punto llegó su pasión cesteril que, a propósito, bajó su rendimiento académico con el objetivo de repetir de curso y seguir jugando. Se escapaba al gimnasio a entrenar los días que tenía pruebas.

En la ciudad, el baloncesto atravesaba por una de sus épocas de mayor efervescencia. Eran los tiempos de la Dimayor y Ligasur, campeonatos en los que jugó a nivel profesional tras egresar de su aula magna. Era el año 1982 y, con su vida aún sin resolver en lo vocacional, se fue sumiendo en un océano de dudas. ¿En qué instante de tu vida te encuentras con las artes plásticas?

“Salí de cuarto medio y quedé en la calle. No sabía qué hacer. Hasta los 23 años estuve buscando qué hacer con mi vida, sin nada claro con el futuro. Cuando no sabía qué sería de mí, descubrí ese talento. Había pensado harto, ¿para qué servía? Me respondí, me gusta jugar. Ya, pero qué más. Bueno, sí, me gusta dibujar. Pero solo dibujo cuando no me dejan jugar”.

La pelota anaranjada lo seguía llamando, más bien como vía de escape y refugio. Recuerda que las clases de artes plásticas eran solo para sacar la vuelta. No le daba valor a su potencial artístico. Pero ese cuestionamiento lo obligó a discernir. La crisis de tristeza y angustia que lo invadió lo llenó de desesperanza. ¿Cómo recuerdas ese período?

“No puedo dejar de contarlo, en realidad. Le pedí a Dios si él sabía para qué servía yo. Y sentí como que algo me hubiera dicho: "Tú eres artista, Pablo". Y yo dije: "¿Sí?" Y ahí empecé a dibujar”.

En sus inicios, Pablo en su casa dibujaba con lápiz BIC solamente autos y naves espaciales. Entonces él y su familia vivían en calle Ochagavía: “Mis dos hermanas trabajaban nomás, y mi mamá, dueña de casa, así que andábamos con lo justo. Mi madre me veía todos los días hinchando con esos lápices BIC. Cierto día me pregunta: "¿Por qué no vas a dibujar a la calle?" Y le dije, ¿qué podría dibujar a la calle? ¿Más autos? No, me dijo. Anda a Angelmó a dibujar botes o lanchas”.

Ante la perentoria sugerencia, Pablo no pudo negarse. “Una mañana el viento botó mis dibujos que tenía en una carpeta. Algunas personas me ayudaron a recogerlos. Entre esos, había unos brasileños; uno de ellos me pasa un dibujo medio manchado y me pregunta si estaban a la venta. Le respondí que sí. —¿Cuánto valen? —me preguntó. No sé, dígame usted, le respondí. El turista me pagó algo así como diez mil pesos al cambio de hoy”. Pero esa primera venta sumó un segundo dibujo para la esposa de aquel brasileño".

Con el dinero ganado se fue a su casa. "Lo único que quería era llegar a contarle a mi mamá". ¡Mira esta plata! Y ella me dijo: "¿De dónde sacaste eso?". Vendí dos dibujos, mamá. Pero, ¿cómo? Sí, solo fuiste a dibujar. Sí, solo fui a dibujar. Sabes, mamá, esto es lo quiero hacer toda mi vida”. Un presagio materno le señaló lo difícil que sería enfrentar a la viuda desde el arte. Pablo recuerda que ella le auguró: “Te va a costar el triple, hijo". Pero si quiero hacer esto toda mi vida, voy a tener que trabajar el triple”.

NACE EL PUEBLITO MELIPULLI

La decisión que había tomado coincidió con las gestiones que realizaban un grupo de artesanos que pretendían levantar una feria en la costanera, frente a la terminal de buses. Ese colectivo de artistas daba forma a lo que se transformó en el Pueblito Melipulli. Fierro se había atrevido a montar una exposición con sus trabajos en una sala de la casa del arte Diego Rivera.

Allí recibió la invitación de los precursores a ser parte de la iniciativa. La propuesta se basaba en la autoconstrucción de un espacio de tres por tres metros cuadrados en terrenos que el municipio había cedido en comodato a la agrupación. “Llegué allá y vi que era tan mágico porque estaban todos con los martillos armando sus sueños, orfebres. pintores. Me gustó esa mezcla de personas que lo daba todo por su arte; ahí partió todo”. Sin saberlo, Fierro estaba cimentando su sueño. “Lo primero que había que hacer era una galería. Le puse piso y puertas antiguas. Ayudaba a los maestros y fui aprendiendo, de paso ahorrando. Me sentía tan feliz de tener ese espacio”. El proyecto intentaba replicar la experiencia de otros lugares como El Pueblito Los Domínicos, en Santiago, donde los turistas pudieran llegar a adquirir sus productos y trabajos. Todo con una mirada muy hippie.

Desde 1990 permaneció en el lugar con sus cuadros colgados de sus llamativos muros. Hasta que en 1998, fue invitado a Francia por un amigo a un festival latino. “El festival era cerca de Andorra, cerca de Toulouse. Para mí salir de Chile era una experiencia maravillosa. Debía solventar los gastos del viaje, porque no había ninguna instancia que apoyara a los artesanos”.

¿Cómo pudiste costear este viaje?

“Tenía cuadros en exposición en el Club de Yates de Puerto Montt, y fui a buscarlos para venderlos y financiar el viaje. Un amigo me prestaría unos cheques para comprar los pasajes. Yo, a la vuelta, le iba a pagar si me iba bien en el viaje”. Al llegar al lugar se dio cuenta de que las obras suyas no estaban y que, en su lugar, había cuadros de otro artista. Pidió explicaciones al encargado, quien le comentó que sus obras se habían vendido el día anterior. Tres de sus obras habían sido adquiridas, por una suma que estima a la fecha sería medio millón de pesos, y un cheque lo aguardaba.

EN FRANCIA NACIÓ EL SUEÑO

En 1998 partió al país galo con 25 cuadros. “Estuve en la casa de un amigo por un mes y medio. Allá vendí algunos cuadros, vendí mis láminas y réplicas”. Su amigo ingeniero le había ofrecido quedarse para trabajar junto a él restaurando monumentos como El Arco del Triunfo o los puentes instalados sobre el río Sena; era ingeniero. “Yo le dije que no, porque mientras permanecí allí había recorrido museos y me había propuesto construir un museo en Puerto Montt”.

Su amigo no podía creer que estaba desechando esa oportunidad preciosa. “Él me dijo que en Chile no había nada que hacer. ¿Qué museo, Pablo? ¿Quién te va a creer? ¿Quién te va a ayudar allá? Nadie. Te vas a arrepentir. Y yo le dije: "Ya lo decidí”. Al regresar, su esposa lo abrazó en el aeropuerto mientras él le decía: "Voy a hacer un museo, voy a hacer un museo".

En el 2001, Pablo Fierro abrió su Casa Museo en el pueblito Melipulli. Estuvo cinco años ahí. Al lugar entraba poca gente, pero los que entraban alucinaban con la propuesta y el concepto. En cierta ocasión, el jefe de gabinete del alcalde de la época, Rabindranath Quinteros, le ofreció contactarlo con el edil para apoyar el proyecto. Fierro solicitaba un espacio para ampliar su galería. Lejos de materializar la ayuda, el edil, en el contexto de campaña, le demandó detalles del proyecto. Pero el compromiso no prosperó. “Un año después, Quinteros fue al pueblito Melipulli y entró a mi galería. Me dijo: "¿Todavía sueñas con hacer un museo?" Sí, le dije. Estoy juntando plata, cuando en realidad no tenía nada. "Compraré un terreno y construiré mi museo donde se me ocurra”. Todavía recuerda con bronca la reacción de la autoridad: “Me tomó el hombro diciendo, soñador, soñador. Y esa hueá me dio rabia e impotencia”.

EL SUEÑO SE HIZO REALIDAD

Meses después, mientras caminaba por Puerto Varas, se topó con un sitio eriazo, prácticamente un basural, ubicado ni más ni menos que frente al lago Llanquihue y los volcanes Calbuco y Osorno. Preguntó en la oficina de turismo de la ciudad lacustre por el terreno y la propiedad. Al día siguiente lo llamaron, pues el alcalde Ramón Bahamonde quería hablar sobre el sitio en cuestión.

En la entrevista, Bahamonde le comentó que una vez estuvo en su museo del Pueblito Melipulli. Inmediatamente le propuso crear uno en esa ciudad. “No hay comparación. No es Puerto Montt. Te damos ese lugar”. Le animó. “Te lo cedemos para que lo compartas. Ah, entonces no es para mí, replicó Fierro. No. “Pero compartir es lo que buscas o no?”, le devolvió el alcalde.

La visionaria autoridad le proponía levantar el museo en el sitio como una forma de generar un polo de interés turístico: “Si te va bien a ti, nos va bien a todos”. El 26 de abril del año 2006 abrió sus puertas la atractiva construcción, que el propio artista levantó a pulso. “Empecé a sacar tierra, a construir, a jugármela, como si la puesta fuera todo o nada. La única fórmula acá es encantar y sorprender y crear nuevos espacios. Los primeros cuatro años fueron difíciles. Muchas veces quise irme, pero ha sido un viaje de magia, de trabajo, de pasión, de amor, de creatividad, de fuerza y garra”.

Para sorpresa, el artista comenta que la construcción nunca fue una casa propiamente tal. Comenzó con una sala de máquinas y fue sumando puertas, ventanas y tablas que, cual metamorfosis, fueron mutando para dar forma a la inconfundible fachada de esta atalaya, donde recuerdos e historias permanecen y siguen vivos. “Cuando era niño soñaba con entrar al viejo reloj de mi madre y lo hice”, expresa y sorprende porque en su relato el interlocutor o quien asiste a sus salones, se vuelve parte en ese engranaje de objetos antiguos, olvidados y gastados.

La reconocida construcción pareciera difuminarse entre los límites de museo y casa. Es más que un artefacto original, un lugar mágico que revive según las propias vivencias del público y la imaginación de su creador.

DE PUERTO VARAS AL MUNDO

La infinidad de elementos que Pablo Fierro ha recolectado, y que, para asombro de muchos, se encuentran a libre disposición del visitante. Sobresalen la micro y la inefable Combi Volkswagen, pero también llamativa irrumpe la imponente proa del Petrel, un buque misterioso que encalló en el cerro junto a libros, bicicletas añosas, cuadros de casas patrimoniales pintadas por el artista y salones que recrean escuelas antiguas.

Allí todo se puede mirar y tocar. “Hace poco me encontré con el exalcalde Bahamonde. Me dijo que está tan contento de lo que se hizo aquí. Es imposible moverte de ahí porque hay mucha gente que ha hecho grandes cosas aquí en esta ciudad; entre esas, estás tú”. Le comentó.

Es que el reducto se ha convertido, con razones de sobra, en un punto obligado para turistas y escolares quienes, referenciados por otras personas, acuden a maravillarse del encanto que proyecta. Tal alcance ha generado la intervención que ha sido objeto de diversos documentales, grabaciones y apariciones constantes en diversas redes sociales. Le consultamos por la presencia del museo y la formalidad en que ha operado durante estos años. ¿El terreno está incomodado? ¿La construcción te pertenece?

“No. Llegué a la conclusión de que no necesito tener nada de eso. Tengo 60 años y creo en la obra, no creo en la propiedad. No le tengo miedo a la no propiedad. No creo que sea dueño del arte ni de los cuadros, no creo que sea dueño de los objetos. Uno vive en el recuerdo de las personas que te quieren. Entonces, yo creo en eso, veo a mis hijas y a mi esposa, próxima a jubilarse como profesora, que están integrando al museo, porque acá hay mucho que hacer y ni nos imaginamos hasta dónde se puede llegar. No quiero ser dueño, no me interesa nada. Entonces, la casa no existe, no tiene rol, es de todos y al final de nadie".

Sueña que su construcción perdure en el tiempo porque cree en la trascendencia, en el aporte más que en la propiedad. Su desapego a estos asuntos lo distrae a tal punto que, las escasas veces que le han robado algo, va y lo compra. “El robo es algo que puede pasar, porque está todo a la mano. Me han robado, pero poco. Pero la propiedad no es tema para mí. A veces entran tres o cuatro; me doy cuenta enseguida cuando son malos. A esos les encantan las puertas que están con llave”.

Hace tiempo abrieron una puerta y me sacaron un taladro, ya, listo. "Compré otro para cuando lo requiera”. En cierta ocasión un turista español le preguntó si ellos también eran bienvenidos. “Sí, le dije, también son bienvenidos”. El turismo es una enorme vitrina; imagínate que ha salido en New York Times, National Geographic, y canales de televisión europeos han grabado reportajes sobre este lugar.

Su fortaleza artística y cultural forma parte de múltiples programas turísticos que lo han integrado como un imperdible en la ciudad de las rosas. Otros lo contactan para cerciorarse de que el creador esté el día que tienen planificado visitarlo. Fierro se las arregla para estar presente entre 11 y 20 horas para recibir a sus visitantes. Porque, según comenta, es ésa su mejor acción publicitaria: el comentario testimonial y el boca a boca. Sobre críticas de algunos detractores, el precursor del proyecto señala estar tranquilo. “Creamos una fundación para dejarlas a ellas en el directorio y continuar el proyecto. No es para pedir plata”.

El impacto que produce su obra es tal que le preguntamos sobre si es consciente de lo inspirador que resulta su obra. “Hace poco tuve una videollamada con un colegio que está a cuatro cuadras de la Torre Eiffel con niños españoles y chilenos. La profesora les comentó que habíamos construido este lugar y los animó a diseñar el museo de sus sueños. Entusiasmados me comentaban que habían proyectado sus museos, mostraban sus trabajos, preguntaban qué me motivó, si había tenido miedo”.

¿Cómo te sientes cuando miras lo que has construido?

“Como te dije, los primeros cuatro años fueron sudor y lágrimas. Pero a partir de 2011, soy otro hombre. Aquí me peino, hablo, cuento cuentos, me río, los hago reírse. Quizás es que a veces me desconozco. ¿Cómo puedo ser tan loco, tan simpático, tan dicharachero? Porque en el fondo igual soy bien introvertido, pero quizás me he ido formando con todo esto, con las vivencias, con las opiniones. Tengo 35 libros llenos de saludos diversos”.

Su forma de hablar, los énfasis, las pausas y la actitud con que habla son realmente cautivantes. Es como si se convirtiera en un personaje que relata cuentos. ¿Te das cuenta de esto?

“Me he ido formando a lo que soy ahora, la manera de hablar. Hablo lento; las palabras las alargo. A los niños igual les hablo de otra forma, como si estuviera contándoles un cuento. Capturo su atención sin ni pestañear”. Así tal cual.

Te formaste a ti mismo. Eres un autodidacta, siempre has trabajado desde la autogestión.¿Eres consciente de hasta dónde llegó tu sueño?

“Sí. Una vez un alemán me dijo, hace siete años atrás, que esto es de interés mundial. Aquí van a venir de todo el mundo, incluso como peregrinos. Te aconsejo que te prepares para eso. Y yo le creí, ha sido así”. Estaba decretado. Se calla por unos segundos y es como si mirara hacia atrás. Como si buscara una explicación que dimensione la trascendencia de su epopeya. Pablo exclama: “Simplemente había que seguir al corazón”.

SEÑALES

Comparte una anécdota acaecida cuando recién daba forma al museo. “Una vez estaba arriba del techo colocando la veleta; llevaba clavos de cuatro pulgadas en la boca, como un hueso de perro. En el bolsillo trasero del pantalón, puse el martillo. Y me subí al techo, como un gato. Y ahí estaba, con la veleta, con mis piernas ahí en la cumbrera. El lago y los volcanes se veían maravillosos desde la altura.”

Como si repasara la película, pensó en su esposa e hijas, y se dio cuenta del riesgo que corría encaramado allí. “Si me caigo, se acaba todo. “No me puedo caer”. Se decía. “Los curiosos que transitaban contemplaban la escena hasta que una señora me gritó: ¡No se vaya a caer! Me dio rabia y miedo. ¿Sabes qué hice para sacarme el miedo? Le grité: No, porque aprendí a volar”.

Su bastión ha sido comparado con el Museo Casapueblo, nombre con el que se conoce a la edificación construida por el artista uruguayo Carlos Páez Vilaró en Punta Ballena, a 13 km de Punta del Este, Uruguay. Pero sabe que lo suyo tiene un entorno incomparable. “Estar frente a un lago con dos volcanes, con una casita en medio de árboles. El acceso es libre. La gente puede tocar, sentir. Suben y me encuentran acá arriba. Yo les hablo suave, se ríen, se sienten como en su casa. Y se llevan felices y se lo cuentan a diez personas”.

Es admirable la dedicación que ha puesto en su titánica obra. Es un ejemplo a seguir. Pero el sello distintivo es que él mismo forma parte del concepto. “Es un museo vivo que continuará creciendo. Los japoneses, cuando algo no está hecho, quieren ser los primeros en hacerlo. Y cuando alguien lo hace, los otros dicen: Si lo hizo él, ¿por qué yo no?. Y la mentalidad es distinta. Esperan que otro lo haga. Yo no podía esperar que alguien me construya un museo”.

¿Te reencontraste alguna con Quinteros?

“Sí. Una vez me encontré con él. Un día fui a hacer unas entregas de cuadros que me encargaron. Una vez que él mismo eligió las obras, se acercó a mí, me tocó el hombro y me dijo: "Así que te fuiste a Puerto Varas". Sí, pues le dije, así es la vida. Y se quedó callado”.

El caserón celeste invita a pasar. En más de una oportunidad, le han preguntado si la propiedad pertenecía a sus antepasados o si la había comprado. Responde como para crear el ambiente mágico con que relata sus historias: “No, me la regalaron. Se la regalaron, preguntan incrédulos. Sí, pero no para mí. ¿Y para quién? Para ti, para los que vienen subiendo por las escaleras, para los que vendrán después. Es para todos”.

El museo hoy día se sostiene con aportes voluntarios y los souvenirs que la gente adquiere como recuerdo. ¿Es así?

“Sí, aunque yo no vendo cuadros originales. Lo que hago queda para acá. Yo tengo réplicas de dibujos míos de pájaros. Las ves, el reloj cucú y otros artefactos. Además, la gente voluntariamente hace aportes para la mantención y conservación”.

Uno de sus relatos más seductores es la historia de la bandurria. “Siempre me preguntan por qué hay tantas bandurrias acá adentro. Respondo: porque una bandurria fue la primera visita que tuvo el museo. Cuando abrí el museo, en seis días no entró nadie. El séptimo día entró una bandurria por la ventana y me dijo: "¿Y tú qué haces aquí?". Y yo le dije: "No sé, nadie entra". Para estar aquí, Pablo, vas a tener que ser valiente. Tendrás que arriesgarte como lo hice yo para volar. La gente se lleva el cuento de la bandurria que me enseñó a perseguir un sueño porque es muy inspirador”.